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Cuando estaba comenzando mi carrera profesional, tenía muchas expectativas puestas en mi capacidad de enfrentar los desafíos con los que me encontraría en la vida laboral. Había estudiado la disciplina madre de todas las ciencias, la Filosofía, me consideraba una persona inteligente, responsable, eficiente y con agilidad de aprendizaje. Tenía energía, predisposición para trabajar y una buena cuota de inseguridad que me impulsaba a querer demostrarle al mundo lo que era capaz de hacer. Poco me daba cuenta de la arrogancia juvenil del que cree que sabe lo que no sabe, y percibe muy poco de sí mismo y de las demás personas que lo rodean.
A corto andar me empecé a dar cuenta de que podía ser muy eficiente en el trabajo, pero que nadie quería hacer equipo conmigo; que era rápida para pensar en soluciones posibles a problemáticas que planteaban nuestros clientes, pero cuando yo enfrentaba una situación difícil me tendía a deprimir y no sabía qué hacer. Muchas veces prefería quedarme trabajando sola hasta tarde, en vez de pedir ayuda o compartir la tarea con otra persona, porque o lo hacíamos a mi manera, o lo hacíamos a tu manera, pero eso de buscar la “nuestra”, era demasiado difícil. “Es que, si lo hago sola, lo hago más rápido y mejor”. Eso de “más rápido” podía ser, porque la interacción con otro y el proceso de pensar juntos demora más tiempo; eso de “mejor”, era bastante cuestionable. Me di cuenta de que podía dar charlas sobre las habilidades blandas y citar a los autores de los libros e investigaciones que efectivamente había leído, pero eso no me hacía una persona con la que otros del equipo quisieran hacer un viaje largo en auto, para llegar al lugar de la capacitación.
Aprendí en la práctica y a tropezones, la necesidad de desarrollar habilidades blandas. ¿Cómo ser parte activa, comprometida y participativa en un equipo de trabajo, para que el resultado de nuestro trabajo sea de verdad “nuestro”? ¿Cómo escuchar a un colega cuando quiere contar algo, y que se sienta verdaderamente escuchado? ¿Cómo tener un diálogo de desempeño con un colaborador que no lo está haciendo tan bien, poder ser clara, y que salga tranquilo y contento de la conversación? ¿Cómo conversar con un colega que tiene un problema de adicción? ¿Cómo influenciar a personas sobre las cuáles no tengo ninguna autoridad jerárquica, pero de las que dependo para el éxito de un proyecto?
Para todas estas situaciones sirve la práctica de las habilidades blandas. Y digo la práctica porque cualquiera puede leer el libro de “Conversaciones Cruciales” o “Los 7 hábitos de la Gente Altamente Efectiva”, entenderlo y hacer un muy buen resumen. Pero si no da el paso crucial de practicar las habilidades que allí se enseñan, si no se atreve a exponerse a situaciones en que la emocionalidad está activamente presente, no obtendrá el resultado que espera, se frustrará porque las cosas no resultan, o simplemente terminará solo porque nadie quiere trabajar con él.
Es curioso que las habilidades blandas, se llamen “blandas” cuando muchas veces son bien “duras” de aprender. De hecho, nunca se terminan de aprender, porque son precisamente las que nos hacen más humanos, las que no se pueden buscar en el chat GPT, ni se pueden adquirir en Temu. Practicarlas significa equivocarse, muchas veces pedir disculpas, reconocer la propia ignorancia, darse cuenta de que el otro tiene algo valioso para aportar, aunque uno no lo vea, aprender a escuchar, ampliar la percepción, confiar, salir del propio agujero y darse cuenta de que existe un mundo por descubrir allá afuera, y sobre todo, adentro de uno mismo, un poquito más adentro que el ombligo.